JOVEN A TI TE DIGO LEVANTATE

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jueves, 1 de noviembre de 2012

Jueves, 1 de noviembre de 2012


SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS, "una Homilía"







Cierta mañana de la Fiesta de Todos los Santos, una periodista llamó por teléfono a un cura de parroquia. Quería solicitarle algunos datos, en previsión de una intervención que le tocaba hacer por la radio, acerca del sentido de la fiesta que hoy celebramos, a la que ella llamaba, la Fiesta de los Difuntos. Esta periodista quedó desconcertada cuando el cura le explicó que, para los cristianos, la Fiesta de Todos los Santos no era la de los difuntos, sino la de los vivos para siempre.

La Fiesta de Todos los santos no es la fiesta de la tristeza, sino la de la dicha, de la vida; una de las grandes festividades de la esperanza, junto con Navidad, Pascua y Pentecostés.

Esta mañana, al invitarles a celebrar la felicidad de los Santos, quisiera recordarles que ser santo es ser dichoso. Esta es la santidad a la que Cristo nos llama, porque quiere que seamos felices y que lo seamos eternamente. . Ahora bien: ¿cómo llegar a ser santo, cómo andar en busca de esta felicidad en el mundo actual? ¿Cómo acoger a Dios en nuestras vidas, cuando, en nuestro alrededor, más y más personas, amigos y allegados, viven como si Dios no existiera o, al menos, como si hubiese perdido toda importancia?


Busquemos la respuesta en esta página de Evangelio que abre el sermón pronunciado por Jesús en la montaña.

Las Bienaventuranzas son una especie de retrato del hombre feliz, del hombre colmado, del hombre bendito. Por cierto, en primera instancia, este retrato no es el de Uds., ni el mío, ni siquiera el de todos los santos que celebramos hoy. El retrato que Mateo nos dibuja aquí, es el retrato del Santo por excelencia, del único verdaderamente santo, Jesucristo. En una de sus encíclicas, Juan Pablo II decía que las Bienaventuranzas son como el “autorretrato de Cristo”.

El pobre por excelencia es Él. Él, a pesar de ser dueño del cielo y de la tierra, ha sido obediente hasta la muerte, y la muerte en una cruz.
Él es el manso y humilde de corazón, el misericordioso, el de corazón puro, el pacífico, el que tiene hambre y sed de justicia, el que padece persecución.
Podríamos decir que, contemplando a Jesús, no hay más que una bienaventuranza, en la que se resumen todas las demás: ¡Dichosos los que los que aman, los que lo hacen verdaderamente, los que aman hasta el final. Estos serán colmados de felicidad.
En su estela, hay todos aquellos bienaventurados, los santos grandes y pequeños, los conocidos y los desconocidos, los reconocidos o ignorados, que pueblan nuestra historia. Los santos anónimos, los que no están registrados y cuyo secreto amor sólo es conocido por Dios. Por ejemplo, acaso tal abuelo o abuela que veló por nuestra infancia y que, más allá de la muerte, sigue cuidándonos.

Los santos no son ídolos, sino modelos; son hombres y mujeres que, de una u otra forma, supieron encontrar el tiempo para contemplar a Aquél cuyo retrato resaltan las Bienaventuranzas: Jesucristo. Ellos lo tomaron como modelo y se dejaron moldear por Él. De ahí que, a través de ellos, podamos identificar la huella de la dicha divina, de ésa que Dios nos invita a compartir.

Claro está que esa dicha que Dios nos promete, requiere ciertas condiciones, especialmente una que, desgraciadamente, hoy no está muy de moda: el amor al silencio. El silencio no es una consigna ni una disciplina que uno se impone. El silencio es alguien a quien se mira, en quien se vive. Es imposible descubrir la proximidad de Dios en nuestra vida, si no aceptamos el silencio. Uno queda admirado, en los monasterios, por la densidad y calidad de ese silencio. ¡ Allí se tiene la impresión de que el silencio está personificado, que es una vivencia y que la liturgia surge como el himno del silencio!

Creo que si queremos preservar nuestro equilibrio, si queremos ser en el mundo fermento de una paz cristiana, tenemos que aprender – o volver a aprender – a amar el silencio. Si queremos ser felices, busquemos la felicidad junto a Aquél que es su fuente; hagamos tiempo para contemplar a Cristo, largamente, pacientemente. Dicha contemplación sólo puede realizarse en el silencio, el cual hace posible la oración.

¿Por qué la oración se nos ha hecho tan difícil? Porque vivimos asomados a un balcón, allí donde nos llega todo el bullicio de la ciudad y del mundo, allí donde no establecemos sino relaciones furtivas, de curiosidad.¡Cuántas veces no hemos estado tentados de decir: no sé rezar; ya no sé rezar!
Al respecto, permítanme que les relate este viejísimo cuento judío de un anciano que rezaba fervorosamente. El rabino, impresionado por la piedad del anciano, se le acerca, para tratar de comprender el secreto de su piedad. Y, sorpresa, se da cuenta de que el anciano estaba recitando el alfabeto. Entonces, con tono de reproche, le pregunta: “¿qué estás diciendo?”. A lo que el anciano contestó: “ya ves, rabí, yo soy pobre, no tengo mucha instrucción y no quiero disgustar a mi Creador. Por lo tanto, le ofrezco las letras del alfabeto, para que las use y él mismo componga la oración que le gustaría oir”.

¡Qué asombrosa oración aquella! ¡Y qué afortunado regalo para los días de cansancio y para los verdaderos momentos de abandono!

En esta Fiesta de Todos los Santos y en vísperas del Día de los Difuntos, mientras muchos de Uds. irán al cementerio para depositar una flor ante una tumba y rezar por un difunto, recuerden que Dios nos llama a la felicidad, a la auténtica felicidad. Recuerden que ésta nunca se nos da de inmediato; se fracciona en una multitud de alegrías provisionales y parciales. Debemos aprender a vivir con esas minúsculas alegrías.

Una de las claves de la felicidad consiste en hacer del tiempo un amigo. La paciencia, el arte de la espera, es una cualidad bíblica. Dejemos que el tiempo haga su obra, tan necesario para que todo fruto madure en nosotros.

Mons. André Dupuy Nuncio Apostólico
ante la Comunidad Europea

LO IMPORTANTE… 
Un escriba se acerca a Jesús. No viene a tenderle una trampa. Tampoco a discutir con él. Su vida está fundamentada en leyes y normas que le indican cómo comportarse en cada momento. Sin embargo, en su corazón se ha despertado una pregunta: "¿Qué mandamiento es el primero de todos?" ¿Qué es lo más importante para acertar en la vida? 
 Jesús entiende muy bien lo que siente aquel hombre. Cuando en la religión se van acumulando normas y preceptos, costumbres y ritos, es fácil vivir dispersos, sin saber exactamente qué es lo fundamental para orientar la vida de manera sana. Algo de esto ocurría en ciertos sectores del judaísmo.
 Jesús no le cita los mandamientos de Moisés. Sencillamente, le recuerda la oración que esa misma mañana han pronunciado los dos al salir el sol, siguiendo la costumbre judía: "Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón".
 El escriba está pensando en un Dios que tiene poder de mandar. Jesús le coloca ante un Dios cuya voz hemos de escuchar. Lo importante no es conocer preceptos y cumplirlos. Lo decisivo es detenernos a escuchar a ese Dios que nos habla sin pronunciar palabras humanas.
Cuando escuchamos al verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es propiamente una orden. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio último de la vida: "Amarás". En esta experiencia, no hay intermediarios religiosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar.
 Este amor a Dios no es un sentimiento ni una emoción. Amar al que es la fuente y el origen de la vida es vivir amando la vida, la creación, las cosas y, sobre todo, a las personas. Jesús habla de amar "con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser". Sin mediocridad ni cálculos interesados. De manera generosa y confiada.
 Jesús añade, todavía, algo que el escriba no ha preguntado. Este amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Sólo se puede amar a Dios amando al hermano. De lo contrario, el amor a Dios es mentira. ¿Cómo vamos a amar al Padre sin amar a sus hijos e hijas?
 No siempre cuidamos los cristianos esta síntesis de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor, ignorando el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la religión. Pero, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espaldas a los que sufren?                                       José Antonio Pagola

CONTEXTO
Hoy cambiamos de escenario. Jesús lleva ya unos días en Jerusalén. Ha realizado ya la purificación del templo; ha discutido con los jefes de los sacerdotes, maestros de la ley y ancianos sobre la autoridad de Jesús para hacer tales cosas; con los fariseos y herodianos sobre el pago del tributo al cesar; con los saduceos sobre la resurrección.
Tenemos que arrancar estas discusiones de los prejuicios con que las hemos interpretado hasta el presente. Las discusiones doctrinales eran muy frecuentes en aquella época y no presuponen hostilidad especial contra Jesús; más bien podrían indicar una valoración importante de la persona. El letrado que se acerca hoy a Jesús, no demuestra ninguna agresividad, sino interés por la opinión del Rabí.
EXPLICACIÓN
La pregunta tiene sentido, porque en la Torá, se contabilizaban 613 preceptos. Para muchos rabinos todos los mandamientos tenían la misma importancia, porque eran mandatos de Dios y había que cumplirlos solo por eso. Para otros el mandamiento más importante era el cumplimiento del Sábado. Para otros el amor a Dios era lo primero.

Aunque responde recitando la "shemá" (Dt 6,4-5), Jesús va a dar un salto muy importante en la interpretación, porque une ese texto, que hablaba sólo del amor a Dios, con otro que se encuentra en Lv 19,18, que habla del amor al prójimo. No solo los pone al mismo nivel, sino que termina haciendo de los dos mandamientos uno sólo.
El amor a Dios fue un salto de gigante sobre el temor al amo poderoso y dueño de todo. En el AT el amor a Dios era absoluto, el amor al prójimo relativo, "como a ti mismo". Para la inmensa mayoría de los letrados, el prójimo era el que pertenecía a su pueblo y raza. Según la Torá, era perfectamente compatible un amor a Dios y un desprecio absoluto no solo a los extranjeros sino también a amplios sectores de su propia sociedad judía. En Lucas preguntan a Jesús ¿quién es mi prójimo? y contestó con la parábola del buen Samaritano.
La palabra mandamiento tiene un significado distinto cuando la aplicamos a Dios. Dios no manda nada. Dios, al crear, pone en la criatura el plano, la hoja de ruta por la que tiene que transitar para llegar a su plenitud. Dios no tiene ningún deseo añadido para nosotros. Su "voluntad" es la más alta posibilidad de la criatura, no algo añadido desde fuera después de haberla creado.
En Juan encontraremos repetidas veces: "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros como yo os he amado". Jesús no dice que ames al prójimo como a ti mismo, sino que ames a los demás como él te ha amado a ti. El cambio es radical. La inmensa mayoría de los cristianos, no se han dado cuenta de esta novedad. Dios no es solo un ser al que puedo amar, sino el AMOR con el que debo amar.
Dios es ágape, don absoluto, infinito y total. Ese amor se manifestó en Jesús. Es puro don, pura gracia que se nos da y nos capacita para amar con ese Amor. En realidad es el único amor. Juan dice: "El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó". Esa realidad es el fundamento de toda vida espiritual. Es la misma esencia de Dios en la base de nuestra propia existencia. En Dios todo es UNO.
Nuestro amor cristiano sería "caritas", la síntesis del eros humano y el agape divino en una manera concreta y singular de acción relacional con los demás. Se trata de una posibilidad específicamente humana. Por eso desarrollar esa capacidad es crecer en humanidad.
APLICACIÓN
Hablar con propiedad de Dios-Amor-Unidad, es imposible. Nuestro lenguaje está hecho para expresar las realidades sensibles. Al emplearlo para hablar de lo divino se convierte en apunte que pretende ir más allá de lo que puede expresar. Antes de llegar a Dios con nuestros conceptos hemos tocado techo. La única manera de trascender el lenguaje, es la vivencia. Solo la intuición nos puede llevar más allá de todo discurso.
El AMOR es la punta de lanza de la evolución. En realidad, el camino hacia el amor empezó en las primeras millonésimas de segundo después del Big-Bang; cuando las partículas primigenias se unieron para formar unidades superiores. Esta tendencia de la materia, lleva en sí la posibilidad de perfección casi infinita. La aparición de la vida fue un gran salto hacia esa capacidad de unidad. La vida consigue unificar billones de células.
Llegada la inteligencia, el ser humano está capacitado para una unidad que no es la del egoísmo individual. Un conocimiento más profundo y la voluntad, hacen posible una nueva forma de acercamiento entre seres que pueden llegar a un grado increíble de unidad, aunque no sea física. Descubierta esa unidad, surge lo específicamente humano. Esta capacidad de salir de la individualidad e identificarme con el otro, es lo que llamamos amor.
Este amor es consecuencia de un conocimiento, pero no racional. Este amor solo llegará después de haber experimentado la presencia en nosotros del Amor que es Dios. Lo mismo que llamamos vida a la fuerza que mantiene unidas a todas las células de un viviente, podemos llamar AMOR a la energía que mantiene unidos a todos los seres de la creación. Si descubro que la base de todo ser es lo divino, descubriré la "razón" del verdadero amor.
Todos los místicos de todas las religiones, de todos los tiempos nos hablan de la indecible felicidad de sentirse uno con el Todo. Esa sensación de integración total es la máxima experiencia que puede tener un ser humano. Una vez llegado a ese estado, el ser humano no tiene nada que esperar. Fijaros hasta qué punto demostramos nuestro despiste, cuando seguimos llamando "buen cristiano" al que va a misa, se confiesa, comulga...
No debo comerme el coco tratando de averiguar si amo a Dios. Lo que tengo que examinar es hasta qué punto estoy dispuesto a darme a los demás. Solo eso cuenta a la hora de la verdad. El amor teórico, el amor que no se manifiesta en obras y actitudes concretas, es una falacia. Ya lo decía Juan en su primera carta: Si alguno dice que ama a Dios y no ama a su prójimo, es un embustero y la verdad no está en él.